Primer día de independencia

Los primeros días suelen ser los peores porque la novedad suele cegarnos, confundirnos y hacer que nuestros pequeños estrenos suelan ser catastróficos. Así que es totalmente normal pasarse la noche previa a una nueva situación desvelada, observando el techo en un estado de excitación nerviosa inusual.

Como no soy una de esas personas que hagan las cosas de una en una, hoy ha sido mi primer día de trabajo y de independenia parital (¡Viva la liberté!); sin embargo, como estoy en plena crisis nerviosa, me centraré específicamente en mi recién adquirida soledad hogareña.

Para que comprendáis mi situación actual debéis saber que en mi casa hay una acumulación masiva de mascotas: convivimos con un conejo, una ardilla, dos carolinas, cuatro diamantes, un canario y dos perros. Así que mi libertad está claramente restringida por el cuidado de mi pequeña fauna autóctona, algo que no me provocaría ningún tipo de estrés si no fuera por los dos cánidos de la familia.

Mis perros, adorables criaturas, son los seres más mimados (y en ocasiones insoportables) que hay en la faz de la tierra. A tal punto ha llegado su mala educación que, cuando alguien de la casa está fuera, no dudan en ladrar y llorar cada vez que oyen el ascensor. No es muy difícil suponer qué pasa cuando tres miembros de la familia están disfrutando de un viaje a Andalucía.

Se han pasado todo el maldito día ladrando y llorando frente a la puerta, aumentando sus alaridos con cada llamada del ascensor, con el vuelo de las moscas, con cada fluctuación en la fuerza. Han pisoteado mi sistema nervioso y lo han hecho puré: tics nerviosos, tensión muscular, dolor de cabeza, ansiedad...

Impotente, tan sólo me veo capaz de pegarles un grito de vez en cuando y morderme las uñas hasta llegar a los nudillos: estoy totalmente desesperada

¿Va a ser esta una semana de tortura insufrible? Quería paz y solo encuentro tortura.

Hoy he decidido que, cuando me vaya de casa, no tendré perros.