Hablar en público es complicado, sobre todo si se ha de hacer una exposición sobre algún trabajo documentativo o investigativo. Es, sin duda alguna, una de esas situaciones que se nos pueden presentar sin ningún miramiento en pesadillas.
La inseguridad, el miedo al fracaso, a no ser escuchado y a meter la pata se nos mete en las venas cual veneno paralizante. Perdemos la vocalización, sudamos, tartamudeamos y nos quedamos en blanco cuando nos preguntan.
Perdí gran parte de ese miedo irracional a los doce años en una exposición para Educación Física. Mi grupo exponía sobre la obesidad y a mí me había tocado investigar sobre el bypass intestinal y el bypass gástrico, cirujías bastante peligrosillas con las que se trata la obesidad mórbida.
Mientras los componentes de mi grupo explicaban me fui tranquilizando dada la poca atención que ponía el resto de la clase en sus palabras. Al fin y al cabo, si iba a meter la pata nadie se enteraría. Ellos no aprenderían nada y yo no quedaría humillada socialmente.
Me tocó el turno y abrí mi pequeña cartulina explicativa y comencé a hablar. Al cabo de un rato me percaté que algo fallaba, había un completo silencio en la clase. Cuando los miré todos observaban atentos y boquiabiertos lo que les decía: les interesaban los matices gore de mi explicación.
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